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CAPÍTULO VII
DEL DANUBIO AL MAR AMARILLO
El impulso que Genghis Khan había dado a los mongoles no disminuiría con su muerte. Al contrario: la conquista continuó con asombrosa rapidez y minuciosidad —y habilidad— al mando de sus inmediatos sucesores, como si efectivamente el sküldé del guerrero divino hubiese tomado morada en el estandarte mongol.
Como hemos dicho, Genghis Khan murió en Agosto de 1227. Poco después, fue rota la última resistencia del Kin (cuyo emperador se había ido hacia el sur), asaltándose Nan-king y sometiendo definitivamente el territorio chino hasta el río Yang Tse. Todo ello fue principalmente debido al trabajo de Subodai, el veterano general que había servido a Genghis Khan durante toda su vida, si bien Ogodai —ahora Khakhan— y su hermano Tuli (que moriría en su camino de regreso a Karakorum) habían dirigido durante la primera parte de la campaña ejércitos separados que operaban conjuntamente con el suyo. Posteriormente, sólo unos pocos años más tarde —en el verano de 1236—, los tumans mongoles, descansados y equipados de nuevo (provistos de “un cuerpo de ingenieros chinos bajo el mando de un k’ung pao, un maestro de artillería”), marchaban una vez más hacia el Oeste, cubriendo los sesenta grados de longitud que les separaban del límite de sus tierras ya conquistadas con el objeto de seguir conquistando. Batu, hijo de Juchi, de quien iba a heredar las ricas planicies rusas; Mangu, hijo de Tuli; Kaidu, el joven y prometedor señor de la guerra, hijo de Kuyuk, a su vez hijo de Ogodai, y Subodai, dirigieron las irresistibles fuerzas. Como en los días del fallecido conquistador, los mismos preparativos increíblemente pacientes
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 121.
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y cautos, seguidos por la misma acción veloz en el momento decisivo, caracterizaron esta nueva gran campaña —la segunda sin la presencia material de Genghis Khan (de hecho, iban a caracterizar todas las sucesivas campañas mongolas durante otros treinta años).
Los resultados son conocidos: el colapso total de toda resistencia rusa y la conquista de media Europa por los compatriotas de Genghis Khan. “Durante el mes de Febrero (1237)”, escribe el historiador, “doce ciudades amuralladas fueron aniquiladas. Durante el corto espacio de tiempo entre Diciembre y el final de Marzo, los pueblos libres de la Rusia Central fueron conquistados. La vigorosa y turbulenta independencia de los eslavos dejó de existir”1. La ciudad mitad bizantina de Kiev, a la que los mongoles llamaban “la Corte de las Cabezas Doradas”, en relación a las cúpulas resplandecientes de sus muchas iglesias, fue asaltada y destruida por completo el 6 de Diciembre de 1240. Y la marcha occidental culminó con la famosa batalla de Liegnitz (sucedida el 9 de Abril de 1241, en la que Kaidu aplastó a los ejércitos coligados de Enrique el Pío, duque de Silesia, y del Margrave de Moravia, antes de que el rey Wenceslao de Bohemia hubiese tenido tiempo de unírseles) y, casi al mismo tiempo, con la derrota del rey Bela a orillas del fío Sayo y con la conquista de Hungría por Subodai y Batu, pronto seguida por un posterior avance de las huestes mongolas, que cruzaron las aguas heladas del Danubio en el día de Navidad y que “con una gran niebla tras ellos, rodearon Viena y llegaron tan lejos como Neustadt”2. La llegada al campamento mongol, en Febrero de 1242, de un correo desde la lejana Karakorum, con las noticias d la muerte del Khakhan y la orden de marchar de vuelta para el Kuriltai que iba a tener lugar en la patria, puso fin a la conquista de Europa. Pero Rusia iba a continuar bajo el yugo mongol durante 300 años.
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 130.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 156.
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Pero eso no fue todo. Un poco después —en 1253, cuando Mangu, hijo de Tuli, había sucedido como Khakhan a Kuyuk, el prematuramente fallecido hijo de Ogodai—, “le fue ordenado a Kubilai, segundo hijo de Tuli, marchar contra el Imperio Sung, en el sur de China, el cual nnca había sido invadido por los bárbaros”1, mientras que en el otro extremo de Asia, Hulagu, otro hermano de Mangu, iniciaba la campaña que iba a hacer de él el dueño del Asia Menor oriental, Siria e Iraq, extendiendo los límites de las dominaciones de la Familia Dorada hasta las costas del Mediterráneo y las arenas de Arabia.
En 1258, Mostasem, último Califa de Bagdad, fue capturado en su ciudad. Hulagu le envolvió en fieltro y lo mandó pisotear por los cascos de los caballos mongoles, de forma que su sangre —sangre real— no fuese derramada. Bagdad fue saqueada y arruinada. Y aunque estaba a punto de marchar contra Egipto, el nieto de Genghis Khan volvió de sus conquistas al recibir las noticias de la muerte de Mangu, con el fin de tomar parte en la reunión de príncipes mongoles que iba a tener lugar en su distante tierra natal —tal como Subodai y Kaidu habían hecho diecisiete años atrás, al volver desde sus conquistas en Europa Occidental—; y aunque ninguno de sus descendientes iba a reanudar sus ataques furiosos contra las tierras civilizadas del sur, como los “Il-Khans de Persia”, gobernarían sucesivamente sobre la mayor parte de las tierras que él había conquistado. La dinastía perduró hasta 1335.
Mientras tanto, en el lejano Este, Kubilai —ahora el Khakhan sucesor de Mangu y dueño de China y del Yu-nan—, tras años de guerra, recibió la sumisión formal de los señores de Tong King y envió a sus flotas a “realizar incursiones en las costas malayas, así como a oficiales disfrazados para explorar la distante isla de Sumatra”2. Y sus descendientes, conocidos en los anales chinos como “la dinastía Yüan”, mantuvieron su
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 208.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 275.
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dominación hasta que el monje Chu, conocido como Tai-Tsong, derrotó en 1368 a Shun-Ti, el último de ellos, convirtiéndose en el fundador de la dinastía Ming.
En las estepas de la Alta Asia, “desde los bosques de Altai hasta las alturas de Afganistán”1 —entre el mundo chino, dominio Kubilai y de sus hijos, al Este, y el dominio de los Il-Khans,hijos Hulagu, y aquél de los Khans de la Horda Dorada, hijos de Batu o de su hermano Birkai, al Oeste—, gobernaba Kaidu, hijo de Kuyuk y nieto de Ogodai; Kaidu, el vencedor de la batalla de Liegnitz. “El había unido las tierras el linaje de Ogodai —las suyas propias— a las del linaje de Chagatai”2. Junto con su hermana guerrera, Ai-Yuruk —una de las figuras históricas femeninas más fascinantes de todos los tiempos—, constantemente a su lado, vivió y luchó según el antiguo estilo mongol, desdeñoso de los crecientes lujos de sus tíos y realizando numerosas incursiones en las tierras del Khan Kubilai, al que nunca se sometió. De todos los nietos y bisnietos de Genghis Khan, fue él quizás el que más se asemejó a su gran ancestro. Sin embargo, en un claro contraste con él, “lo único de lo que carecía Kaidu era de paciencia”3. Yeso fue suficiente para mantenerle de por siempre fuera del trasfondo de la historia, a pesar de brillante papel que jugó bajo el liderazgo de Subodai en la campaña europea. Es inevitable preguntarse cuan diferente podría haber sido el curso de la historia en Asia, si el dotado príncipe hubiese tenido también el don de la maestría en el arte de la espera, cualidad par excellence de los fuertes.
En cualquier caso, el mapa de las tierras conquistadas por Genghis Khan y por sus inmediatos sucesores bajo el impulso que su genio les había dado, es singularmente impresionante. Nunca había existido en la tierra un imperio de
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 243.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 274.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 129.
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tal magnitud. Su territorio se extendía, en latitud, desde las heladas “tundras” del norte de Siberia hasta el Golfo Pérsico, los Himalayas y las junglas de Birmania y Tong-King, y en longitud, desde el Danubio y el Mediterráneo oriental hasta el Océano Pacífico. Y comprendían más de la mitad del número total de seres humanos.
Y eso no era todo. Más impresionante que la extensión del imperio mongol era su extraordinaria organización y la paz y seguridad que seguía a dondequiera que la dominación mongol estuviese firmemente establecida. “Los mongoles probaron ser tan buenos organizadores como soldados”1, escribe uno de los modernos biógrafos de Genghis Khan, al resumir la impresión de asombrosa eficiencia que, tanto en la paz como en la guerra, extraerían los observadores europeos —monjes y comerciantes— del siglo trece tras un estrecho contacto con el imperio de las estepas.
El rasgo más obvio de ese asombroso genio para la organización era, quizás, la perfecta seguridad con la que viajeros, mercaderes o predicadores de cualquier fe podían moverse de un sitio a otro a lo largo de las numerosas rutas que recorrían todas las direcciones de un extremo al otro del imperio. En los mismos tiempos de Genghis Khan, o en los de sus inmediatos sucesores Ogodai y Kuyuk, se decía que una virgen de quince años, cubierta con joyas, podría caminar a través de Asia sin ser molestada; así de elevado era el estándar de honradez y de estricta disciplina impuesto sobre cada ser humano por el férreo código de leyes del conquistador: la Yasa. Y aproximadamente cien años después, cuando el mercader florentino Francesco Balducci Pegolotti fue a través de ella como representante de la importante firma comercial de los Bardi, la ruta a Cathay, que empezaba desde Tana, en el Mar de Azov, era aún “la más segura del mundo”2, gracias al hecho de
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 254.
2 Ralph Fox: “Genghis Khan”; edic. 1936, pág. 187.
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que en gran medida la política del conquistador había sido llevada a cabo por sus descendientes. Un mercader no necesitaba ningún tipo de escolta. A pesar de los numerosos cambios en la estructura política del imperio, la Yasa de Genghis Khan seguía preservando la “paz mongola”, desde las tierras de Polonia hasta las del Océano Pacífico, al menos en lo que concernía a los mercaderes indefensos.
“Dictada de cuando en cuando por Genghis Khan y escrita sobre hojas de oro por su secretarios”1, la Yasa era un extraño código de leyes. En ella se encontraban antiguas regulaciones tribales proyectadas para imponer una cierta cantidad de limpieza entre los mongoles o mostrando la particular concepción de los nómadas en cuanto al espíritu del mundo y su idea sobre la interferencia de éste en los asuntos humanos, junto con disposiciones de alcance mucho más amplio —disposiciones que revelan la voluntad del conquistador por hacer eternas sus conquistas y su capacidad real de conseguirlo si ..... sus descendientes se hubiesen mantenido fieles a sus órdenes. Por ejemplo, y entre otras muchas cosas, estaba prohibido orinar sobre las cenizas de un fuego, o contaminar las aguas corrientes aun cuando fuese haciendo abluciones o lavando ropa, ya que el agua era para ser bebida (en Asia Central los arroyos escasean). También estaba prohibido “caminar en aguas corrientes durante la primavera o el verano”, o “caminar sobre un fuego”, a fin de “no molestar los espíritus del fuego y del agua”2. Pero al mismo tiempo, todos los subditos de Genghis Khan estaban obligados “a respetar toda fe religiosa sin estar limitados por ninguna”3 y a no reñir entre ellos por ninguna razón. De hecho, la Yasa imponía la pena de muerte “ante cualquier evidencia de reyerta —incluso por espiar a otro hombre o por tomar partido por
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 95.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 96.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 96.
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alguien en una disputa”1, y la tolerancia religiosa fue impuesta sólo con el fin de evitar futuras ocasiones de disputa y futuros gérmenes de división entre los millones de personas que el conquistador deseaba unir. De igual modo, la fornicación, la sodomía, la magia y el mentir deliberadamente —todos ellos pecados que podrían dar pie a envidias personales y sembrar semillas de disensión entre las gentes, y que no podían sino enervarlas tanto física como moralmente; o pecados que podían favorecer posibilidades de rebelión— eran castigados con la muerte; también lo era, y por encima de todo, “desobedecer una orden” y “cualquier intento de un hombre menor de hacer uso de la autoridad que corresponde únicamente al Khakhan”2. La única lealtad que debían compartir tanto los mongoles como los pueblos sometidos era k lealtad al Khakhan, “Emperador de todos los hombres”; su única religión sobre todas las religiones iba a ser el fuerte sentido del deber que les ligaba a él a través de los representantes de su autoridad en todos los niveles de esa jerarquía militar sobre la que descansaba, en todo el mundo conquistado, lo que hemos llamado “la paz mongola”.
En otras palabras, la Yasa era, primero y ante todo, un código militar diseñado par estabilizar en todo tiempo venidero el resultado de las conquistas de Genghis Khan —y las de sus sucesores—; un sistema legal que “mantendría a los mongoles unidos como clan a través de todos los cambios de la fortuna”3, y que mantendría permanentemente a los pueblos sometidos bajo su poder. Y no es de extrañar que entrase en numerosos detalles en relación al equipo y disciplina del ejército en tiempos de guerra4, al tiempo que imponía entre los mongoles una auténtica camaradería militar e igualdad también en tiempos de paz (ningún mongol podía “comer en presencia de otro sin
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 96.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 96.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 95.
4 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 121.
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compartir su comida con él” y “ninguno podía satisfacer su apetito en mayor medida que otro”)1. Pero también era, como ha escrito Harold Lamb, “el código familiar de un hombre”2, pues a los ojos de Genghis Khan la dominación mongol no significaba otra cosa que la dominación de la “Familia Dorada” —la suya—, prolongando eternamente su propio poder absoluto. El había combatido durante toda su vida para asegurarse riquezas y poder —una firme seguridad— para sus hijos y nietos. El proyectó la Yasa e hizo de ella la única ley que unificaba cincuenta reinos conquistados, no en vistas a la feliz evolución de estos reinos bajo las mejores condiciones posibles, sino en vistas a su explotación más inteligente, eficiente y duradera para el beneficio de los hijos de su propia sangre —los únicos hombres que estaban autorizados a tocar las hojas de oro sobre las que estaba escrita la nueva Ley. Y de hecho él había dicho: “Si mis descendientes mantienen la Yasa y no la cambian, el Cielo Eterno les ayudará y preservará durante diez mil años”3.
Uno de los resultados más impactantes de su legislación fue el que durante su tiempo de vida —y durante bastante tiempo después— consiguió erradicar el crimen ente los mongoles y hacer de los diversos países que había conquistado los mejor organizados del mundo. Sin duda, la Yasa “manejó con bastante dureza a los pueblos sometidos y a los esclavizados por las guerras”4 sin embargo, aquellos pueblos acostumbrados al desgobierno de dinastías decadentes o a la antojadiza tiranía de pequeños caudillos, fueron beneficiados por ella en la medida en que el orden, por áspero que sea, siempre es mejor que el desorden.
Mas el espíritu egoísta de la familia en la que fue concebida el férreo código de leyes fue la razón misma por la
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 95.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 97.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 95.
4 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 97.
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que éste no pudo mantener al imperio unido para siempre. Nada que esté falto del impersonal culto a la verdad —de devoción absoluta a un estado de cosas construido sobre la verdad objetiva— puede mantener unidos por siempre ni tan siquiera a unos pocos miles de hombres. Es (cuando uno se pone a pensar en ello) asombroso que la Yasa continuase siendo “un tipo de religión”1 para los mismos mongoles durante tanto tiempo después de la muerte del gran conquistador.
* * *
El respeto con el que la legislación fue mantenida se debía, más que a razones ideológicas, a la personal devoción que todo mongol sentía por Genghis Khan. La palabra de Genghis Khan era obedecida ciegamente, incondicionalmente, incluso años después de su muerte, simplemente porque era su palabra —la palabra de un Líder victorioso en el que todo mongol reverenciaba al elegido por el Eterno Cielo Azul para gobernar la tierra. Durante dos generaciones, nadie —salvo quizás Juchi y su hijo Batu— soñó en desobedecer sus dictados. Se estableció, por ejemplo, que a la muerte de un Khakhan, los príncipes de la Familia Dorada y los caudillos del ejército debían reunirse, desde dondequiera que estos se encontrasen, en la patria mongola para proceder a la elección de un nuevo Khakhan. Así, cuando en Febrero de 1242 llegaron al cuartel general de Subodai, a orillas del Danubio, las noticias de la muerte de Ogodai, el veterano general y el ejército mongol, a punto de proseguir hacia el Oeste para conquistar toda Europa (donde nada podría haberlos detenido), dieron media vuelta como si nada y empezaron el larguísimo viaje a Karakorum. Para Subodai —y para cada uno de los caudillos, salvo Batu—, el desatender a la citación para el Kuriltai convocado era algo
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 97.
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“impensable”1. Y como el conquistador había designado expresamente a su segundo (o tercer) hijo, Ogodai, como Khakhan, los caudillos mongoles habían jurado en su primer Kuriltai que nunca elegirían a un Khakhan que no fuese miembro del linaje de Ogodai, eligieron a Kuyuk, hijo de éste. Pero si bien nadie —ni siquiera Batu— soñaba con cuestionar abiertamente la autoridad de la Yasa, aquéllos de sus dictados que se interponían en el camino de algún miembro ambicioso de la Familia Dorada fueron sencillamente ignorados (si no apartados deliberadamente) una vez que Kuyuk hubo muerto. Y así sucedió cada vez más a medida que pasaba el tiempo.
La elección Mangu a la dignidad suprema de Khakhan, lejos de la patria mongola, en el campamento de Batu en la desembocadura del río Imil, en un Kuriltai en el que no estuvo presente ninguno de los príncipes del linaje de Ogodai, fue ilegal desde el punto de vista de la Yasa. E incluso fue más ilegal (si es que ello era posible) la elección de Kubilai, hermano de Mangu, en la ciudad china de Shang-tu, en una asamblea a la que asistieron únicamente los oficiales del Ala Izquierda del ejército —de su ejército— y funcionarios chinos. Esta elecciones —cuyos resultados fueron nuevos golpes a la unidad del imperio mongol—, en desafío al objetivo de la vida de Genghis Khan y de sus más queridos sueños, fueron posibles sólo porque los miembros de la Familia Dorada que habían sido favorecidos de esta forma amaban a sus hijos y a sí mismos más que a la memoria del gran Ancestro a cuyas conquistas debían su lugar en el mundo; más que a la Familia Dorada en su conjunto, cuya dominación él había luchado por asegurar a toda costa. En otras palabras, Mangu y Kubilai (y aún más que ellos, su ambiciosa y paciente madre, Siyurkuktiti, cuyas inteligentes intrigas estaban detrás del ascenso del linaje de Tuli al poder supremo) poseían la misma actitud de Genghis Khan ante la vida: nada les guiaba
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 161.
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en sus decisiones salvo la apetencia de plenitud y poder —de seguridad eterna— para los hijos y nietos de su sangre.
Sin duda, ellos fueron hombres remarcables y consiguieron grandes logros tanto en la guerra como en la administración de las tierras conquistadas. Extendieron los límites de ya inmenso impero mongol. Con todo, aceptando el trono de Khakhan de un Kuriltai convocado de forma ilegal (tal como hizo Mangu) o arrebatándolo a través de una especie de coup d’état (tal como hizo Kubilai) cuando reunió a sus seguidores en Shang-tu), se alzaron contra el orden establecido por Genghis Khan y prepararon el colapso del trabajo de su vida; ellos forjaron la desintegración de lo que él había soldado para que se mantuviera siempre unido. El conquistador había dicho expresamente a sus hijos y a sus nietos: “Mientras estéis unidos y con un solo objetivo, perduraréis. Si estáis separados, seréis rotos”1. Mangu y Kubilai se separaron del resto de la Familia Dorada, en particular de los hijos y nietos de Ogodai, herederos legítimos por propia elección de Genghis Khan a la dominación de las estepas —como por ejemplo el hijo de Kuyuk, Kaidu, el vencedor de la batalla de Liegnitz y héroe en Hungría, representativo del Linaje privilegiado al que los caudillos mongoles habían ofrecido su fe en el primer Kuriltai llevado a cabo tras la muerte de Genghis Khan.
Ya años atrás, Batu no se había preocupado en viajar hasta la patria mongola para asistir a la asamblea que había elevado a Kuyuk al trono. Como no es seguro si su padre, Juchi, era hijo o no de Genghis Khan, su actitud podría parecer más natural que la de sus primos. Pero desde el punto de vista de la Yasa, no era menos censurable. El mismo Genghis Khan había dado la orden a sus hijos de marchar contra Juchi cuando este último desobedeció su llamamiento para una reunión de los caudillos mongoles. Pues la Yasa obligaba a todos los mongoles
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 82.
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y en forma no menor que a los pueblos sometidos que habían sido excluidos de los privilegios mongoles.
* * *
El rechazo de Batu a dirigirse a Karakorum para sentarse como señor del Oeste entre el resto de los príncipes mongoles —sus parientes, dueños de varías tierras conquistadas— en el Kuriltai que iba a elegir a Kuyuk como Khakhan, “Señor del mundo”; y unos años después, la elección de Mangu en una asamblea ilegal llevada a cabo en el campamento de Batu en el Lago de las Águilas, y más tarde, la elección de Kubilai, también lejos de la patria mongola y en contra de la voluntad de más de la mitad de la Familia Dorada, fueron, como he dicho, actos de desobediencia a la orden de Genghis Khan a sus descendientes de “permanecer unidos”. Un sutil y sin embargo no menos flagrante desafío a la voluntad del conquistador debe percibirse en la gradual conversión de la mayoría de los príncipes de la Familia Dorada a diversas religiones y culturas extranjeras —en su absorción dentro de las civilizaciones de las naciones sometidas.
Significativamente, es entre esos descendientes de Genghis Khan que jugaron un papel mayor en la historia —los príncipes del linaje de Juchi, gobernadores de Rusia, los príncipes del linaje de Tuli, emperadores de China e Il-Khans de Persia— donde se encuentran a aquellos mongoles seguidores de las vías de los pueblos conquistados. Birkai, hijo de Juchi, “el primero en la linea de Genghis Khan en someterse a una religión”1, abrazó el Islam y, lo que es más, lideró la causa del Islam en la guerra contra su primo Hulagu. Y de Sartak, el hijo mayor de Batu, se dice que abrazó el Cristianismo —aunque se ha de admitir que en su vida, rodeada de muchas esposas y en
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 194.
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medio de ambientes que le parecieron al monje belga William de Ruysbroek como de “otra era”1, apenas puede parecer que haya tomado en consideración los standards cristianos de comportamiento. En el otro fin de la tierra, Kubilai, hijo de Tuli, quien en su juventud había aprendido la escritura pictográfica de Cathay junto con elementos de la sabiduría china bajo Yao Chow, era más un soberano chino que un Khakhan mongol. Dice la historia que antes de que conquistase el sur de China, él mismo “había sido conquistado por los chinos” y que “no se dio cuenta o no le importó que unificando China conducía al imperio de las estepas a su fin”2. Pero los chinos sólo pueden haberlo “conquistado” porque el atractivo de su lujos y de su sabiduría había sido más fuerte para él que su apego al gran sueño de Genghis Khan. Con Timur, nieto y sucesor de Kubilai, quien había “perdido la energía y simplicidad de los bárbaros”3, la vieja idea del dominio militar y del aislamiento mongol de los pueblos conquistados fue completamente olvidada. A los budistas les fueron dados nuevos privilegios4. La dinastía Yüan ya se había convertido en una dinastía más entre otras muchas.
Y en Persia, donde Hulagu había seguido la política de Genghis Khan de desapegarse de toda religión, y donde Abaka, su hijo y sucesor, guardaba un trono vacío junto a él que se elevaba por encima del suyo propio como símbolo de su sumisión al distante Khakhan del Este (que en aquel entonces era Kubilai), el Islam y la cultura persa prevalecieron finalmente entre los descendientes de Genghis Khan. A la muerte de Abaka en 1282, otro de los hijos de Hulagu se convirtió a la fe del Profeta y sostuvo el trono durante dos años bajo el nombre de Ahmed, hasta que encontró su fin en una rebelión popular.
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 195.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 279.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 253.
4 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 281.
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Arghum, hijo de Abaka, que entonces se alzó al poder, no era un mahometano. Pero su sucesor, Chazan, sí. Y los siguientes Il-Khans de Persia, bonachones mecenas del arte —con cada vez menos sangre de Genghis Khan en sus venas—, fueron definitivamente conquistados por la religión y el estilo de vida de la tierra que gobernaban con la ayuda de validos mahometanos y en la que “todo trazo de Hulagu” —y de Genghis Khan— “había desaparecido”1.
Sólo los príncipes del linaje de Chagatai y aquéllos del desposeído linaje de Ogodai (a quién Genghis Khan había deseado dar preeminencia sobre el resto) seguían sin ser afectados por el señuelo de vanidades extranjeras y de subarriendos extranjeros del pensamiento, fieles al viejo estilo mongol de vida. Y encontraron en Kaidu, hijo de Kuyuk, nieto de Ogodai y bisnieto de Genghis Khan, un caudillo digno de ellos, “un alma dura, indiferente a la religión, determinado a dirigir a los moradores de las estepas a la guerra”2 —un hombre que despreciaba los refinamientos de la decadencia que otros denominaban civilización. Y Kaidu, a quien los mongoles habían dado el título de Khakhan3 y que era el dueño de la Alta Asia desde Afganistán a las cordilleras de Altai, luchó toda su vida contra su tío Kubilai, que había abandonado tanto la letra como el espíritu de la Yasa para convertirse en el fundador de la dinastía Yüan de Cathay.
Pero es difícil determinar hasta dónde era idealista desinteresado. Sin duda, él deploró la absorción gradual de los conquistadores por los pueblos conquistados; la sumisión de los mongoles a religiones foráneas, contrariamente a los mandatos del gran Ancestro; el predominio de una etiqueta extranjera diferente en cada una de las nuevas cortes mongolas. El deploró sin duda el hecho de que “el imperio mongol se estaba
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 287.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 242-243.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 273.
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desmembrando velozmente por sus cuatro costados”; el que “la tierra natal había dejado de tener significado alguno”1, siendo ya probablemente demasiado tarde para intentar poner las cosas en su sitio de acuerdo al sueño de Genghis Khan. Sin embargo, al menos a partir de lo poco que conocemos de su ardiente vida, toda su valentía y capacidad —al igual que la de su gran ancestro y la del resto de príncipes mongoles— estaba puesta al servicio de un propósito: su propia supervivencia y poder y la de su familia en el sentido estrecho de la palabra. Ciertamente, él debería haber sido proclamado Khakhan en lugar de Mangu, tras la muerte de Kuyuk. Y Mingu —y Kubilai— deberían haber actuado como sus lugartenientes, estabilizando y extendiendo las conquistas mongolas para él y con él, con entusiasmo idealista, para hacer del trabajo de Genghis Khan algo eterno. Si no lo hicieron así es porque se amaban a sí mismos y a sus propias familias —los hijos de sus propios cuerpos— más que a cualquier gran sueño imperial que no pudiera estar directa y personalmente conectado a ellos; porque no sentían por su capacitado sobrino, de la privilegiada estirpe de Ogodai, esa clase de lealtad que un caballero siente por su rey. Pero nada de lo que sabemos de la historia de Kaidu prueba que él fuese en sus propósitos diferente en forma alguna a ellos, por mucho que lo pueda haber sido en sus gustos; nada sugiere que él fuese en menor medida que ellos o que el mismo Genghis Khan lo que he denominado al comienzo de este libro como un hombre en el Tiempo”.
Los caracteres realmente desinteresados son los auténticos forjadores de la grandeza mongol en el siglo XIII, debiéndose buscar éstos entre los devotos seguidores de Genghis Khan más que entre sus propios nietos y bisnietos. Destacando sobre todos ellos está uno de los señores de la guerra más notables —e igualmente unos de los hombres más notables— de todos los tiempos: Subodai.
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 244.
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Encarnación misma de las virtudes guerreras más elevadas y puras, él había combatido con irresistible eficiencia, con visión y con genio desde los primeros días de la lucha de Genghis Khan por el poder —desde hacía cincuenta años; toda su vida—, no por ningún beneficio de gloria para sí mismo, sino únicamente por la grandeza y la gloria del Líder a quien amaba y reverenciaba. El le había servido brillantemente en su marcha relámpago hacia Occidente, donde escaló el Cáucaso y llevó a cabo una incursión en las planicies rusas. Y tras la muerte de Genghis Khan, había conquistado para sus sucesores China hasta Nanking, en una campaña que fue una pieza maestra del arte de la guerra, dirigiendo sitios con habilidad infalible y, como en el Oeste, ordenando masacres en masa sin el menor rasgo de alegría o de horror —con un perfecto desapego— siempre que consideraba que ello era una necesidad militar y no hubiese recibido órdenes en sentido contrario. Había conquistado Rusia, Polonia, Hungría —media Europa— para Ogodai, hijo de Genghis Khan, y volvió tras sus pasos como si nada, sin resentimiento, sin pesar, cuando a la muerte de Ogodai recibió la citación para la acostumbrada asamblea de caudillos en la lejana Karakorum. Y entonces, cuando Kuyuk, hijo de Ogodai, estaba preparándose para marchar contra Batu, que había desafiado su autoridad; cuando por primera vez los mongoles iban a luchar contra los mongoles, se retiró de la vida activa con el permiso del Khakhan. Se retiró “a su yurt en las estepas del río Tula”. Y “allí se quitó la insignia de su rango y tomó asiento en el lado soleado de su yurt, observando a su rebaño marchar en busca de pasto”1.
“Un soldado sin una debilidad”2, en palabras de John de Carpini, el primer europeo en visitar el reino mongol por voluntad propia. “Implacable como la muerte misma”3, en
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 178.
2 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 178.
3 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 111.
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palabras del historiador moderno Harold Lamb, él tenía un único amor, Genghis Khan, su Lider; y conocía una única ley, la Yasa, expresión de la voluntad de Genghis Khan, y una moral: obediencia absoluta a esa voluntad. Y cuando los hechos le dijeron que esa voluntad ya no gobernaba por más tiempo el nuevo mundo que él había ayudado a construir, se retiró del mundo —de vuelta a sus rebaños, de vuelta a la oscuridad; de vuelta a la nada de la que había brotado la grandeza mongol a través de Genghis Khan, y en la que algún día iba a hundirse de nuevo, pues la orden del conquistador de “mantenerse unidos” ya no ligaba por más tiempo a la “Familia Dorada”. La devoción absoluta sólo puede exteriorizarse en la obediencia absoluta o cuando la obediencia ha perdido todo significado; cuando la voluntad del Líder, que es la única medida de la correcto y de lo equivocado, es derrotada en el plano material —en el silencio—.
Es la presencia de caracteres tales como el de Subodai —de hombres incondicionales devotos a Genghis Khan (o a su memoria) sin trazos de egoísmo— en todos los niveles de la jerarquía militar mongol, lo que posibilitó que el trabajo del conquistador durase tanto tiempo como lo hizo. Hubiesen tenido los propios nietos y bisnietos de Genghis Khan ese espíritu, y hubiesen “permanecido juntos”, apartándose despectivamente de las creencias, controversias e intereses de los conquistados siendo fieles únicamente a la Yasa—, y el prodigioso imperio de ks estepas podría haberse mantenido durante siglos. Como he mencionado antes, fue un milagro que durase tanto tiempo como lo hizo.
Pues ese imperio fue el monumento de la ambición victoriosa de un hombre extraordinario, no una estructura histórica basada en la verdad; no un paso hacia un nuevo orden mundial concebido sobre el modelo del Eterno Orden de la Vida. Y la Yasa, en cuya obediencia descansaba su fuerza, era
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“el código de familia de un hombre”1, no la carta de una nueva fe más cercana a la verdad que el resto de las existentes por aquel entonces. Había sido planeada para mantener esclavizado al mundo conquistado para los descendientes de un hombre, no porque la Naturaleza les hubiese dado algún derecho especial para gobernar por siempre; no porque representasen en forma alguna un tipo permanente de humanidad superior, sino porque ese hombre había luchado y conquistado para sí mismo y para ellos.
Uno no puede dejar de entender —y de admirar— la devoción de Subodai a su Líder. Fue un claro homenaje a la grandeza de la personalidad, esa esencia del liderazgo; un reconocimiento de los derechos incuestionables que disfruta la personalidad, de acuerdo a las leyes de la vida. Consagrando su genio al hombre fuerte que el Eterno Cielo Azul había designado para gobernar la tierra, Subodai era, con toda humildad y sabiduría, fiel a esas Leyes eternas. Y así lo fueron todos aquéllos que, como él, siguieron a Genghis Khan sin tan siquiera pensar en las ventajas y en la gloria que de ese modo ganarían para sí mismos.
Pero se ha de admitir que, bella como ciertamente es en sí misma, esa devoción no es suficiente para levantar un imperio duradero o una civilización perdurable. Sólo persiste aquello que está enraizado en la verdad. Y para que la devoción absoluta a un Ider tuviese toda su potencia creativa —y de aguante— (la cual está, tarde o temprano, avocada a moldear el curso de la historia de acuerdo a los sueños de Líder), el Líder mismo debería ser más que un hombre autocentrado y ambicioso en busca de seguridad y poder para su propia familia; más que un hombre “en el Tiempo”, por muy grande que éste sea. Debería ser digno de devoción absoluta, digno del incondicional sacrificio diario de toda una vida; no simplemente
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 97.
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a los ojos de sus seguidores entusiastas, que podrían idealizarle, sino desde el punto de vista impersonal de lo que es llamado en el Bhagawad-Gita como “el bienestar del Universo” —desde el punto de vista del propósito de la Vida. En otras palabras, debería ser un alma idealista; un hombre que se esforzase desprendidamente por “vivir en la Verdad” y que convocase al resto a hacerlo igualmente —ya fuese “sobre el Tiempo”, como el Rey Akhenatón o Buda, o “contra el Tiempo”, como Krishna, el Karmayogi político de la India más antigua; como el Profeta Mahoma; o en nuestros días, como el inspirado Constructor del único orden verdadero después de muchos siglos: Adolf Hitler. En el resto de los casos su trabajo, por muy asombroso que pueda ser, perecerá con él o poco después. La lealtad a él se extinguirá, como lo hizo en el caso de Genghis Khan, poco después de que los pocos de sus contemporáneos que le siguieron con amor desinteresado hubiesen muerto —o se convertirá en algo idéntico a la muerte: una tradición aceptada de reverencia, perpetuando la memoria del Líder, pero incapaz de encender las pasiones que permanecen en el camino de la completa obediencia a su voluntad. La lealtad a un hombre siempre se extingue, tarde o temprano, cuando no es al mismo tiempo la lealtad a un sistema, a una fe, a una escalade valores a algo más que un hombre, al que sólo ese tipo de líder que es un idealista desinteresado puede representar—; en definitiva, cuando no es lealtad a la verdad impersonal.
Como he dicho, no había ideología tras la voluntad de poder de Genghis Khan; no había ningún propósito consciente que no fuese otro que el de la supervivencia y el bienestar para él mismo y su familia. De acuerdo que dio a los mongoles derechos especiales y les impuso tareas especiales, ante todo, la tarea de mantenerse unidos, fieles a la Familia Dorada y distantes de las civilizaciones que habían sometido. Se les prohibió que tuvieran reyertas entre ellos; se les prohibió que abrazasen religiones foráneas; pero se omitió prohibirles que
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mezclasen su sangre mediante la unión con la población conquistada de China, Persia, Rusia, Hungría ....; se omitió prohibirles que se convirtieran ellos mismos en un nuevo pueblo. Genghis Khan, dice Harld Lamb, no se había percatado “del efecto de la educación en un pueblo simple. El había creído, parecer ser, que los mongoles se instruirían y seguirían siendo nómadas”1. Nosotros creemos que podrían haberse “instruido” y haber seguido siendo, si no nómadas, si al menos mongoles unidos en el orgullo de su fuerza común en trono a una Familia Dorada unida, si no hubiesen tomado esposas procedentes de todas las naciones. Una de las principales razones por las que la misma Familia Dorada fue absorbida gradualmente en las civilizaciones de los pueblos conquistados (con la excepción de los linajes de Chagatai y Ogodai, que permanecieron en las estepas, aislados del mundo exterior) fue la de que desde el principio —en la misma Yasa— nunca se puso acento en la necesidad de evitar las mezclas de sangre. Y la principal razón por la que Genghis Khan nunca mencionó —no digamos ya “recalcó”— tal necesidad ha de ser buscada en el hecho de que todo lo que él deseaba después de su propia supervivencia y poder era el poder para su propia familia, no porque fuese la más capaz para dirigir a los mongoles a conquistas sin fin; no porque los mongoles como pueblo tuviesen, ni tan siquiera ante sus ojos, ningún valor inherente mayor que el de otras naciones, ni ningún derecho natural a gobernar el mundo (que efectivamente no tenían), sino sólo porque era su familia, la suya. A él, de hecho, le importaba poco hasta que punto sus descendientes fuesen o no mongoles puros, con tal de que fueran sus descendientes; con tal de que él pudiera vivir en ellos (pero, podría continuar viviendo en ellos si éstos ya no eran físicamente, auténticos mongoles? Creemos que no. Aparentemente, él creía que sí, o más probablemente, nunca se lo planteó). Pensó que su férreo código de leyes era
1 Harold Lamb: “The March of the Barbarians”; edic. 1941, pág. 97.
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suficiente para mantener por siempre a los mongoles y al mundo conquistado bajo la obediencia de sus descendientes, se éstos se “mantenían unidos”. No se percató de los factores que les conducirían a separarse inevitablemente.
Curiosamente, es precisamente porque sus descendientes tenían exactamente la misma perspectiva que él —porque también buscaban su propio inmediato bienestar, su propio poder y el futuro de sus propios hijos; en otras palabras, porque anteponían su éxito al de cualquier Ideología impersonal; porque no tenían ninguna ideología (al igual que él)— por lo que empezaron a desobedecerle; a reñir entre ellos; a construir reinos separados; a dirigir sus recién adquiridas creencias religiosas extranjeras las unas contra las otras; a volver sus espaldas a la Yasa.
No tenían por Genghis Khan, a quien muchos de ellos nunca habían conocido personalmente, la devoción desinteresada de Subodai. Y el conquistador no les había dado nada con lo que poder sujetar durante siglos su fe y darle su amor; nada con lo que pudieran luchar incesantemente, independientemente de ventajas personales e incluso de gloria, como Subodai y tantos otros que habían luchado por él. Por el contrario, había dejado en ellos la memoria de un hombre que había luchado toda su vida sólo por sí mismo y cuyo paciente, astuto, completo y despiadado servicio de sí mismo había conducido al dominio de más de media Asia. Ellos siguieron su ejemplo (no el de Subodai), cada uno por su propia cuenta. Lo siguieron sin su genio y sin ese espíritu de obligada solidaridad que él se había esforzado en imbuirles, pero que fracasó al estar basado únicamente en su común descendencia de él —sin ese espíritu de solidaridad que no es posible infundir durante largo tiempo en ninguna colectividad humana si no es en el nombre de una verdad superior, enraizada en la vida humana pero excediéndola ampliamente; en d nombre de algún propósito superior sustentado en la conciencia de la Verdad eterna y
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absoluta. Y tras la tercera o cuarta generación, ellos siguieron su ejemplo sin tan siquiera ser, la mayoría de ellos, mongoles tan puros como los de antaño.
El resultado fue la partición del Imperio Mongol junto con la aceleración d la decadencia material y moral de Asia en su conjunto, y —después de que el imperio dejase de existir; después de que los hijos de Kaidu se hubiesen hundido en la oscuridad, y después de que las dinastías nacidas directamente de Genghis Khan hubiesen sido derrocadas— la trágica ausencia de ninguna fuerza capaz de ayudar a Asia a elevarse sobre las ruinas de los agotados reinos que los jinetes mongoles habían destrozado o sobre la creciente apatía de los restantes (como es el caso de la India). Tamerlane y, un siglo más tarde, Baber, guerreros de la raza de Genghis Khan y, como él, hombres esencialmente “en el Tiempo” —centrados alrededor de sí mismos—, no fueron capaces de detener la decadencia, aun cuando el último levantara en la India un imperio que llegaría a durar doscientos cincuenta años; por el contrario, la aceleraron a largo plazo. Y si el espíritu guerrero desinteresado, el auténtico espíritu inmemorial ario expresado en el Bhagawad-Gita, nunca murió en la India, donde estuvo en choque constante con las ideas extranjeras, no estuvo lo suficientemente vivo como para extraer de la India un Kshattrija que pudiera jugar, en el plano político, un papel internacional de importancia duradera.
“La espada de Genghis Khan forjó una gran revolución, pero finalmente fue Asia quien perdió por ello y Europa quien ganó”1, escribe Ralph Fox, indicando por tanto que el fracaso de los descendientes de Genghis Khan a la hora de crear y organizar una nueva Asia sobre la base de la Yasa provocó que todo el continente se convirtiese pronto en la tierra de competición —y de presa— de los mercaderes d Europa, ya fuesen italianos, portugueses, holandeses, franceses o británicos; que ello contribuyó, más de lo que generalmente se está
1 Ralph Fox: “Genghis Khan”; edic. 1936.
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inclinado a creer, al crecimiento del nuevo mundo, cínico adorador del dinero, que iba a reemplazar a la Cristiandad medieval en Occidente, y a someter a toda la esfera terrestre (salvo una minoría irreductible de genuinos idealistas) a la tiranía de sus falsos valores; del mundo feo dominado hasta el día de hoy por la finanza internacional.
Es digno de atención (y a nuestros ojos, no un hecho accidental) que el único país de Asia que escapó tanto a la esclavitud de las grandes compañías mercantiles europeas de los siglos diecisiete y dieciocho como a la infección de la moderna democracia en el siglo veinte, al tiempo que, por otra parte, también resistía la influencia de los misioneros cristianos (a la que incluso combatió abiertamente, al menos durante un largo tiempo), sea Japón —el único país que ha desafiado victoriosamente el poder del Khan Kubilai con la ayuda del “Viento Divino de Ise”1. Y apenas es posible no oponer a la actitud autocentrada de los descendientes de Genghis Khan —no menor que la suya propia— la de ese nacionalismo desinteresado, activo y devoto de los japoneses, expresado hasta hoy en la forma elevado del Shintoismo: en el culto al Emperador y en el culto a la Raza, ambos fusionados en el culto al Sol, el culto de la Vida; a ese espíritu que un día iba a engendrar a Toyoma y que iba a hacer de Tojo y de los señores de la guerra, de los soldados y del pueblo de Japón de 1941, los aliados del gran Hombre “contra el Tiempo” europeo, campeón par excellence de los derechos de la Vida en la fase moderna del milenario combate de la Vida contra las Fuerzas de desintegración y muerte.
Escrito en Lyon, Francia, entre 1951 y 1952.
1 El 14 de Agosto de 1281.
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